[CRÓNICA] Dolç Tab Jazz Project en Música al Castell: el comienzo de tantas cosas
- Esto de forrar la dolçaina de jazz es un gran invento: uno oye las canciones que tarareaban los abuelos de sus abuelos nacidos hace dos siglos y al rato parece estar en un bar negro de Nueva Orleans o a bordo de un trasatlántico de lujo de los años treinta. Y luego todo se funde en una música nueva
- Mi hija Martina de diez años, que acudía por primera vez al festival de Dénia, y que ha hecho su propio artículo dentro de este artículo, dijo primero, «el jazz es precioso»: Y luego, «esta canción ya la oí en el colegio». Eso es lo que toca esta gente
ARTURO RUIZ /MARTINA R. BLANES
Fotografías de TINO CALVO
«Veo muchos amigos. Mucha gente de la comarca. Para quienes no sois de aquí os contaré también en castellano todo lo que pueda», dijo Josep Alemany cambiando de un idioma a otro durante su primera alocución al público. El dolçainer de Ondara expresaba así algo bien conocido: Música al Castell es casa. Es de todos. Aquí caben medio planeta y todas sus lenguas. Por eso había amigos pero no era un concierto de andar por casa: estaba lleno, colgado el cartel de no hay billetes, rostros foráneos y autóctonos en el patio de butacas. Así es este festival de Dénia. Comenzó ayer con la actuación de Dolç Tab Jazz Project.
También comenzaron más cosas. Fue la primera vez que llevé a mi hija Martina a un concierto de Música del Castell. Una ayudante de 10 años para redactar esta crónica. También fue la primera vez que Martina penetró en la fortaleza milenaria de noche: todo el ascenso hasta alcanzar la Explanada estaba a oscuras como si los fantasmas que anidan en la construcción más antigua de esta parte del Mediterráneo estuvieran dormidos.
Así que mientras ascendíamos por la escalinata hacia el Palau que ocupa su cima, yo le contaba a Martina, o a lo mejor ella mismo se lo imaginaba, que por allí descansaban muchos espectros: el del emir islámico que conquistó las islas del Este, el del duque corrupto que se visitó de colorado para no morir ahorcado, los de generaciones de familias que vivieron en la quimérica ciudad forjada tras estos muros arrasada por una artillería enemiga, los de los soldados napoleónicos que temblaban de pavor por la derrota de su emperador. Todos en silencio, postergados a la dimensión de los sueños.
Hasta que ya arriba atravesamos la puerta de la alcazaba y se hizo la luz. Y de pronto Martina contempló asombrada los focos sobre el escenario, el gentío esperando el concierto sobre esa plataforma de roca milenaria que es la Explanada, colgada casi sobre el cielo, sobrevolando el puerto, mirando el Montgó a su misma altura. El emir de las mil batallas y el duque corrupto supieron escoger bien el sitio donde vivir: despertaron ellos y las familias de la ciudad perdida y los soldados que perdieron todas las guerras.
Y Dolç Tab Jazz Project comenzó a tocar.
Esto de forrar la dolçaina con música de jazz es un gran invento. Esto de filtrar músicas tradicionales (de Ondara, de Pedreguer, de Benissa, de Xàbia, de Dénia) con los sones de modernidad obra milagros: porque de pronto uno identifica las canciones que oyó de pequeño, las que tarareaban los abuelos de nuestros abuelos nacidos hace dos siglos y al rato parece que está en un bar de voces negras de Nueva Orleans o a bordo de un trasatlántico de lujo de los años treinta. Y una cosa y la otra se funden en una música nueva, que fluye de tradiciones atávicas pero que es nueva.
Y eso es Dolç Tab Jazz Project. Y el gran duelo que una y otra y otra vez, como si no hubieran cuartel, mantuvieron la dolçaina de Alemany y el saxo de Lolo García. Eso es.
O Martina, que no paraba de grabar y de hacer fotos: primero dijo «el jazz es precioso» y luego añadió que «esa canción de cucañas ya la había oído al colegio». Eso es también.
En el Tio Pep, Alemany se marcó un solo de dolçaina (con lo difícil que es la dolçaina, con lo fácil que es tocarla mal) impresionante, forjado desde las entrañas, que hirió el aire, que rompió el cielo. Aplaudió el público.
Parecía que estábamos viajando en ese trasatlántico dirección a Fontana como cantó Serrat, y de pronto se filtraron en la noche los sones de Maulets (y algunos fantasmas de hace 300 años que asistían al concierto entre las ruinas del Palau sonrieron y otros no tanto, qué se le va hacer).
Y la gente de más edad tarareaba el No em volem cap y El tío Pep y Ramonet si vas a l’Hort y Mareta, que contiene los silencios y los estruendos, por la vida y por la muerte, de todas las madres del planeta, allá donde estén.
Y de pronto apareció una luna gordísima, una lunísima anaranjada sobre el puerto mientras saxo y dolçaina seguían su combate en pos de músicas nuevas para después descender a los ritmos lentos de los otros instrumentos, al solo de batería (Mariano Steinberg) o al piano (Enrique Pedrón). Porque ningún otro idioma como el jazz respeta tanto el poder de cada instrumento.
Y así quedó contenta la luna antes de marcharse y satisfechos los fantasmas antes de irse a dormir.
El artículo de Martina
Este jueves, Martina ha hecho esta crónica del concierto y me ha regalado esta foto:
«El concierto tuvo un ambiente bastante acogedor y familiar.La dolçaina me pareció muy dulce y muy difícil de tocar para alguien sin experiencia. Los focos eran una parte MUY importante para el concierto aunque la gente no lo diga mucho, y eso es porque le daban mucho color al espacio y al escenario. Para mí sin duda fue un concierto precioso con canciones tradicionales para la comarca y no me arrepiento de haber ido».