Raúl Rodríguez: “Las redes sociales se han apropiado de lo ‘social’ y han convertido el compartir en un instrumento del competir (por la atención)”
JUAN GARGALLO.
ENTREVISTA.
Serie CUADERNO DE ABORDAJES.
El próximo viernes 24 de mayo, a las 19:30 horas, el profesor Raúl Rodríguez Ferrándiz presentará en la Librería Públics de Dénia su última obra, Desinformació i poder. Alquimies de la persuasió (Premi València d'Assaig 2023, Institució Alfons el Magnànim). El acto organizado por la librería dianense llega poco después de que el autor, que es Catedrático del Departamento de Comunicación y Psicología Social de la Universitat d'Alacant, presentara la obra en la Fira del Llibre de València. En esta entrevista para La Marina Plaza, diario que colabora también en el evento, Rodríguez se explaya sobre algunos aspectos de este libro y del conjunto de su producción, una obra ensayística muy sugerente e incisiva que no deja de adquirir espesor.
Hablar con Raúl Rodríguez Ferrándiz tantos años después de haber compartido un aula del IES Historiador Chabás es un verdadero placer, y también una celebración. De qué, sería difícil de decir, pero sin duda de algo importante y tal vez por eso reacio a dar explicaciones. Huir de la nostalgia y de sus trampas, podría ser el lema. Pasemos página. Esta vez, sin embargo, el encuentro no ha sido en la Tasca Eulalia, cómodamente sentados con una cerveza en la mano, sino a través de una serie de correos electrónicos en forma de preguntas y respuestas que se estimulaban mutuamente. Ahora el profesor era él y el alumno era yo, y he de reconocer que he aprendido mucho de sus respuestas, pero esa es otra historia. Aquí están:
-Juan Gargallo: En 1968 Umberto Eco publicó la primera edición italiana de La estructura ausente. Introducción a la semiótica, un libro que estaba llamado a tener larga descendencia: un brillante intento de fundamentación y sistematización de una serie de estudios e investigaciones sobre un campo que, de hecho, se entreveía ya desde al menos los años treinta del pasado siglo. Fue un periodo intelectualmente muy fecundo, y no sólo para Eco, una serie de décadas prodigiosas de las que seguimos siendo deudores. Supongo que, como titular de la cátedra de Semiótica de la Comunicación de Masas de la Universidad de Alicante, más de una vez te has sentido obligado a explicar de manera informal en qué consiste esta rama de las Ciencias Humanas, y cuál es su papel en una sociedad tan compleja como la actual. En la barra de un bar o paseando con una persona un tanto curiosa, digamos. O como una manera razonable de empezar la entrevista…
-Raúl Rodríguez: Bueno, semiótica es un nombre que da un poco de miedo, parece una enfermedad o una rama de la etología. Una vez un alumno me puso en la portada de su trabajo “Simiótica de la comunicación de masas”, lo cual me pareció tierno, a la par que acertado. Una monada, vaya.
Bromas aparte, la semiótica es la ciencia que estudia los signos de cualquier naturaleza: las palabras, claro, pero también las imágenes en todas sus formas (cuadros, dibujos, fotos, infografías), los gestos, los sonidos, incluyendo, claro está, la música, quizá el más complejo de los sistemas de signos, etc. También los objetos, los productos, los útiles, y sus marcas comerciales, en tanto signos: la sociedad de consumo ha convertido todo lo que usamos (la ropa, los accesorios, la casa, el mobiliario, el coche, la comida) en significante de un status, de una forma de ser, de un estilo de vida. Aplicada a la comunicación de masas, es decir, a prensa, radio, cine, TV e Internet, que los ha reunido a todos, la semiótica se interesa por el análisis de los mensajes que emiten los medios, sin descuidar quién es el emisor, el papel del propio medio, que no es un simple canal o vehículo, y lo que hacemos nosotros, los receptores, con esos mensajes: cómo los interpretamos y cómo respondemos a ellos en esa nueva ágora electrónica que es Internet y las redes sociales. Desde ese punto de vista, lo más relevante que le ha pasado a la comunicación en las tres últimas décadas sin duda ha sido que la recepción se ha vuelto productiva, creativa: todos somos potenciales emisores de mensajes que pueden alcanzar audiencias contadas por cientos de miles. Lo cual tiene sus luces y también sus sombras.
-Una cosa que hace especialmente atractivos tus últimos tres libros es la existencia en cada uno de ellos de un planteamiento expositivo y teórico que se desarrolla a partir de análisis concretos de fenómenos muy representativos de nuestro tiempo, a veces de cruda cotidianidad. Y por supuesto, la relevancia que en el último de ellos tiene el complejísimo mundo de Internet, esa nueva realidad que nadie podía prever en los años fundacionales de la semiótica.
Veamos: En Máscaras de la mentira. El nuevo desorden de la posverdad (2018) la reflexión sobre la posverdad como una característica definitoria de nuestro tiempo se enfrenta a un análisis muy convincente sobre la relación profundamente humana entre mentira y ficción, o entre obras artísticas y realidad ejemplificadas por el delicioso análisis sobre los montajes fotográficos de Joan Fontcuberta o la progresión del género cinematográfico del documental; en Magias de la ficción (Spoiler Warning!) (2021) la progresión expositiva ahonda en los límites de la ficción y la necesidad que sentimos de ella, pero también en el tenue velo que la cubre y apenas la separa de la vida real, invadiéndola en forma de conspiranoias y selficciones; en Desinformació i poder. Alquimies de la persuasió (2023) el recorrido es menos amable y nos muestra las mil y una cara de la degradación del lenguaje político, la invasión de nuestro espacio más íntimo a través de las redes sociales, el resbaladizo terreno de la transparencia y sus engaños, las nuevas teoría conspiratorias a propósito de la pandemia, o los espejos (y los espejismos) con que nos seduce Facebook. Pero fijémonos en los títulos: máscaras-mentira, magias-ficción, alquimias-persuasión… ¿No da un poco de vértigo todo eso?
-Como muy bien dices las tres parejas (máscaras-mentira, magias-ficción, alquimias-persuasión) son desde luego buscadas para que tengan un aire de familia. Cuando empecé, y como suele pasar, no pensaba en absoluto en una trilogía, se ha ido construyendo sobre la marcha. Tengo que agradecer enormemente los premios que han hecho que esos textos vieran la luz: el del Ayuntamiento de Valencia, el del Ayuntamiento de Bilbao y este último de la Institució Alfons el Magnànim de Valencia. Ciertamente, los tres libros tienen como tema los textos, los mensajes, las imágenes (fotos, cine, televisión) y los sonidos que nos rodean. El primero aborda los límites, tan borrosos como excitantes, entre mentira y ficción, el segundo se centra en la potencia de la ficción y la tentación, tan antigua, de vigilarla y prevenirnos contra ella, y el tercero es el más pesimista, porque analiza el discurso de la información desde un profundo desencanto.
Llevo treinta años enseñando semiótica de la comunicación de masas en la Universidad de Alicante y he asistido, como docente y como usuario de los medios, a la transición de los medios clásicos, radio, prensa y TV, a los medios digitales y a las redes sociales como suministradores de información. Gran parte de la intelectualidad crítica, de los maestros de pensamiento de los años sesenta, setenta, ochenta, acusó a los medios masivos de manipuladores, alienantes, narcotizantes, una mezcla del circo (el televisivo, sobre todo: las denuncias de la “sociedad del espectáculo”, del “divertirse hasta morir”, del homo videns) y del lavado de cerebro ideológico (la Escuela de Frankfurt, la economía política de la comunicación). Entonces la utopía era una comunicación desjerarquizada, horizontal, libre, que todo el mundo dispusiera de canales para expresarse, que no tuviera que pasar por el filtro de unos medios que decidían qué se emitía o publicaba y qué no, unos filtros que elegían siempre a los mismos, con exclusión de la gran mayoría. Reclamar una página de opinión, un micrófono o una cámara desde abajo, disponer de los medios de producción de la comunicación para que se oyera la voz de los sin voz. Pues bien, deseo concedido.
Hoy todos tenemos YouTube (“broadcast yourself” decía su lema), Facebook, Twitter (X), Instagram, Tik-Tok, blogs, podcasts. Todos ellos nos permiten puentear a los medios de comunicación, pero también a los políticos, a las marcas, a las celebridades, y hablar en un espacio ilimitado, sin árbitros. Nos han regalado el balón, han dejado encendidos los focos del campo y se han largado, tenemos la cancha libre para jugar. O eso parecía.
Esa utopía realizada se ha demostrado absolutamente perversa, como estamos viendo, y de ahí la decepción. No hemos guillotinado a los mediadores, no estamos desintermediados, estamos reintermediados, no podemos evadir o sortear al médium. Lo que ocurre es que ahora los “médiums” no son cabeceras de periódicos, cadenas de radio o de TV, gobiernos, partidos, sindicatos, empresas, sino entes mucho más anónimos o pseudónimos, mucho más ambiguos (¿hay alguien ahí, o es un bot, o un algoritmo cubierto con un sábana?) y más cortados a nuestra exacta medida, a la de cada uno: redes sociales donde la “socialidad” queda reducida las más de las veces a compartir las minucias de la vida privada y enterarte de las de los demás, páginas web, algunas notoriamente pseudoinformativas y conspiranoicas, pero que parecen darnos siempre la razón, canales de Telegram, blogs, influencers, individuos que quizá no conocemos y cuyos tuits nos llegan sin saber cómo, posts de Facebook que aparecen como notificaciones por una selección cuyos criterios se nos escapan. Es decir, médiums de verdad, impostores muchos de ellos, que nos ponen en comunicación con fantasmas (con los nuestros, en particular): una versión gritona y faltona de nosotros mismos, hiperventilando.
-La semiótica ha demostrado ser un instrumento analítico de primer orden a la hora de crear una conciencia crítica y denunciar mensajes fraudulentos y manipulaciones de gran alcance. Antes de referirnos a algunos de los ejemplos concretos que citas en tus libros, resulta inevitable hacerse una pregunta que produce incomodidad: ¿No se habrá convertido la semiótica en un arma de doble filo, al ser usada también por personas e instituciones poco escrupulosas? ¿No habrá contribuido muy a su pesar a perfeccionar las estrategias que pervierten el uso político del lenguaje y favorecen la degradación de las palabras como instrumentos básicos de la comunicación humana? Umberto Eco, en los últimos años de su vida, parecía dominado por el desaliento. Dentro de un planteamiento realista como el tuyo, ¿hay resquicios para el optimismo o crees que la lucha es ya demasiado desigual? ¿Es posible prever en un futuro más o menos cercano un cierto control que compagine el respeto a las reglas del juego, la libertad de expresión y la represión de prácticas perversas, incluso delictivas? En otras palabras, ¿estamos condenados a resignarnos ante un caos tan desorientador como seguramente interesado?
-La semiótica nació ciertamente con una impronta crítica muy acusada. Pretendía desarrollar herramientas para analizar la comunicación (información, publicidad, películas, series de televisión, canciones) y entrenar el ojo y el oído del receptor, es decir, las audiencias, los públicos, promover una especie de guerrilla (pedagógica e incruenta) a la contra, o al menos suspicaz, con respecto al discurso del poder que trasladaban esos medios.
En lo que hace a la información, la semiótica fue pionera en desvelar los mecanismos de la persuasión capciosa, la propaganda, el rumor, las teorías de la conspiración, pero también las posibilidades de lecturas de oposición, y abogó por empoderar en cierto modo al receptor, mucho menos manipulable de lo que suponían los emisores. Lo que el receptor, librado a sus solas fuerzas, haría caso de ser autónomo y poder fabricar y difundir mensajes propios y ajenos era algo que no podíamos anticipar. En cierto modo, la era de las redes sociales está siendo, además de muchas otras cosas, un experimento comunicativo en tiempo real con miles de millones de informantes, algo impagable para el investigador. Que la teórica pluralidad de fuentes a las que recurrir para informarse y la autonomía para expresarse en las redes haya deparado al tiempo más polarización y desinformación (en la esfera pública, política) y más narcisismo (ese borbotear de asuntos privados que colonizan el ancho de banda) me causa una gran desazón.
Ciertamente, sería absurdo e insensato pensar que desinformación y fake news son fenómenos recientes: han existido desde que hay información (desde Pedro y el lobo, y no es un chiste fácil…). Nacieron como mellizas, de hecho. Desde que existen medios de información, es decir, desde que alguien investido de una cierta credibilidad me trae relatos, sonidos e imágenes de algo que ha pasado muy lejos de mí, que yo no he podido ver con mis ojos y oír con mis oídos, ha habido la tentación de falsificar el relato y presentar hechos que no han sucedido como si lo hubieran hecho, fabricando incluso pruebas falsas. Y que esa desinformación, esas fake news, se nutren de contenidos y enfoques que excitan pasiones, la indignación, la ira, la sorpresa, el temor, eso también es bien conocido.
Quizá lo característico de la información en el momento presente es una saturación informativa tal (hay infinidad de canales) que una gran parte de la ciudadanía declara evitar conscientemente los medios informativos, pero a la vez se siente suficientemente informada por lo que recibe a través de las RR.SS. Pero lo que recibe de ellas, por un lado está seleccionado por algoritmos que le dan lo que quiere leer y ver, es decir, mantienen al receptor en una especie de burbuja o de cámara de eco donde rebotan sus ideas, y solo dejan pasar dentro a las afines (al otro lado hay orcos y seres deformes y embrujados, eso es a lo que llamamos “polarización”). Y por otro, se mezclan con notificaciones personales, de amigos, de contactos, de manera que las noticias que me llegan tengo la tentación de compartirlas inmediatamente con ellos, como comparto fotos privadas, celebraciones, cumpleaños, viajes, pensamientos, pelis o libros que me gustan, etc., con una frivolidad digna de mejor causa. No tengo tiempo ni ganas de calibrar o contrastar la credibilidad de la noticia que recibo, pero preventivamente la reenvío, en un pásalo que me hace hacer amigos y recolectar likes, y me presenta como un tipo bien informado, al día. La información nos aburre o nos deprime, sí, pero es el lubricante o el acelerante de la rueda del compartir, y no hay solución de continuidad, en cuanto a generosidad en el compartir, entre las noticias que me atañen en lo personal y lo privado y las noticias que atañen al mundo de ahí fuera, que comparto en el mismo lote y con el mismo gesto.
No sé si hay solución (desde luego la semiótica no la tiene, que yo sepa), pero lo que sí creo es que, de todas las posibilidades que tenía una nueva construcción de lo social a través de una comunicación horizontal, sin jerarquías de entrada, la que se ha impuesto, la de las “redes sociales”, es la menos nutritiva, la más fast food. La menos política, en el sentido más noble de la palabra (que sí existe, no lo olvidemos) y la más narcisista: informar de uno mismo, el daily me. De todas las tecnologías, aplicaciones, utilidades, interfaces de la red y las redes sociales, las que han sido privilegiadas han sido las necesarias y suficientes para la autopromoción del yo. Basta pensar en los selfis como género fotográfico masivo. Teníamos móviles, inmediatamente móviles con cámara, pero no había conectividad, las fotos se quedaban en el dispositivo. Luego llegaron las redes sociales en el móvil, y en ese momento a la cámara trasera, la de siempre, se añadió la delantera, porque la gente hacía virguerías delante del espejo para sacarse a sí misma (y compartirlo), y los de Apple y Samsung atendieron solícitos nuestro deseo. Luego la cámara delantera se fue refinando (hay algunos que la emplean más que la trasera), y fue incorporando grandes angulares, para que no tuviéramos que usar el engorroso palo selfi (y seguimos compartiendo). Otra prueba: hablando de compartir, que las redes inviten a compartir, que en ese compartir se mezcle lo privado que vivimos y la información que recibimos, todo eso no exigía que nos den datos actualizados al instante sobre cuántos y hasta quiénes le dan al like, al compartir o al comentar los posts que subimos, cuántos amigos tenemos (y cuántos tienen nuestros amigos, vecinos, o compañeros de clase o de trabajo). Todo ello, que ha sido llamado las “métricas de la vanidad”, frustra en cierto modo (o mercadea, al menos) la posibilidad real de compartir sin esperar nada a cambio, incluso de manera anónima, en el sentido más pleno y desinteresado de la palabra. Es el individualismo competitivo lo que fomentan las redes sociales, más que la intervención en la esfera pública para abordar asuntos públicos. Así que la paradoja está en que el compartir se vuelve un instrumento del competir y el post del postureo…
-¿Cuándo y cómo te interesaste por la semiótica? ¿Acaso porque de alguna manera te sugería una perspectiva unificadora de campos tan distintos como las diferentes artes, la literatura de creación y el cine, la música en todas sus manifestaciones, el pensamiento crítico, el científico, las nuevas tecnologías aplicadas a la comunicación etc...? ¿O tal vez porque te permitía establecer vínculos entre todo lo anterior y la tradición humanística occidental en la estela de un Eco u otros pensadores de su tiempo, pongo por caso? Digo esto porque recuerdo que la primera lectura de un libro de Umberto Eco en 1969, Obra abierta, fue para mí un descubrimiento que literalmente me cambió la forma de ver el mundo: la posibilidad de establecer una conexión llena de vida entre la modernidad más radical y una tradición humanista que, equivocadamente, percibía entonces como rancia y polvorienta. Claro que soy de una generación anterior a la tuya...
-En mi último año de carrera en la Universidad de Alicante descubrí la semiótica de la mano de Ángel Herrero Blanco, que luego sería mi director de tesis, y de quien guardo un recuerdo lleno de admiración y agradecimiento. Me interesaba entonces la semiótica de la literatura, en concreto de la poesía, pero por circunstancias de la vida académica gané una plaza de profesor ayudante en la licenciatura de Sociología, para impartir precisamente Semiótica de la Comunicación de Masas. Pasar de las musas a las masas en tan breve lapso de tiempo no fue fácil, pero quizá me permitió entender hasta qué punto esa distinción estaba atravesada de prejuicios y malentendidos. O más bien cómo la alta cultura y la cultura de masas formaban parte, ambas, de una industria de la cultura que establecía “gamas” precisamente para explotar todo el campo de la cultura, buscando nichos de mercado distintos.
Digamos que más que oponerse, ambas se necesitaban, por contraste, y además se nutrían mutuamente. Umberto Eco, junto a Roland Barthes, fue pionero precisamente a la hora de introducir en el ámbito universitario el análisis de fenómenos de cultura de masas que nadie había considerado hasta entonces dignos de estudio: cómics, novela popular (rosa, negra, de terror), música pop, publicidad, series de televisión, concursos, etc. La semiótica es una ciencia de los signos que puede abordar todos esos fenómenos: desde Rimbaud hasta Rambo y desde King Lear hasta Stephen King. Lo cual no significa no saber apreciar y señalar las diferencias estéticas que los separan. El propio Umberto Eco predicó con el ejemplo en un terreno fronterizo cuando escribió El nombre de la rosa: a esa novela se la llamó el primer “best seller de calidad”.
-Hanna Arendt (1906-1975) es una de las más nobles referencias en tus escritos, bien porque la citas de manera explícita o por el correlato ético en que te mueves. Por un libro de Olga Amarís Duarte que acaba de publicarse, Hanna Arendt. Cartas del recuerdo para los amigos, sabemos que era muy aficionada a las máscaras judías. Cito literalmente a través del artículo aparecido en El País (29-4-2024) Los disfraces de Hanna Arendt en sus cartas a Martin Heidegger, donde se adelantan unos extractos: “La aparición de la máscara judía, una más entre otras, se cuela de forma anecdótica e inconsecuente en sus cartas (.) Para muchos exiliados, disfrazarse es una forma de rebelarse, de mostrar la bancarrota de la apariencia. De mentir para decir la verdad”. ¿No crees que esta curiosa costumbre ilustra de manera casi emotiva las muchas páginas que en tus libros dedicas a la laberíntica relación entre mentira, ficción, realidad y verdad? Máscaras de la mentira, sí, pero también máscaras de la verdad, ¿no crees?
-Hannah Arendt lleva años siendo una de mis lecturas de cabecera. Que una mujer judía, que huyó de Alemania en los años treinta por razones obvias, que escribió sobre los totalitarismos de uno y otro lado, recibiendo palos de los compañeros de viaje de unos y de otros, que analizó no solo la máquina de exterminio de los nazis, sino también el papel de los Consejos Judíos en la misma, que denunció las miserias del país que la acogió, tanto en política exterior (la Guerra del Vietnam) como interior (el Watergate), que ella, en fin, no cejara en su empeño de reconocer la grandeza y la dignidad que hay en el ejercicio de la política, me parece casi un milagro.
Decía Arendt nada menos que en 1951, en Los orígenes del totalitarismo: “En un mundo siempre cambiante e incomprensible, las masas alcanzaron un punto en el que, al mismo tiempo, creían en todo y no creían en nada. Pensaban que todo era posible y que nada era cierto”. Y Cioran dijo esto otro: “El combate a que se entregan en cada individuo el fanático y el impostor es causa de que nunca sepamos a quién dirigirnos”. Creer que todo es posible y no creerse nada, el crédulo y el cínico o, dicho en términos maximalistas, el fanático y el impostor. Me parece que esa condición ambivalente es muy humana. Como muy bien dices, las máscaras también sirven para decir la verdad, no solo para permitirnos mentir impunemente. Y ello porque no hay cara detrás de la más-cara: somos máscaras a tiempo completo. Persona, no lo olvidemos, quería decir también máscara, personaje, en latín.
En las redes adoptamos múltiples máscaras para conseguir efectos muchas veces coyunturales, a menudo buscando alcanzar y afectar a un destinatario concreto, cuando se comparte el mensaje con centenares de amigos, contactos o seguidores. En términos de economía de la atención (ese ancho de banda malbaratado) es ciertamente delirante. Pero el problema, a mi juicio, es mezclar dos niveles distintos: la información puede ser ajustada o no a los hechos (sobre la verdad fáctica habló Arendt, precisamente, en Verdad y mentira en la política), mientras que las revelaciones que uno mismo hace en la red tienen que ver con la sinceridad, que juega en una división distinta. Que uno te cuente noticias (como solía hacer Trump cuando era presidente en ejercicio de los EE.UU.) como si estuviera revelándote un pálpito o una querencia, una íntima convicción, es intolerable. Que las noticias se tiñan del color del cristal con que mira cada cual ha sucedido siempre, pero que valgan cuando parten de las entrañas, y que las juzguemos en términos de la sinceridad con que son formuladas (como si las noticias pudieran ser “sinceras” o no, más que verdaderas o falsas) es una tragedia en términos de esfera pública racional.
-En el prólogo que inicia tu trilogía, y después de una preciosa cita de Georges Santayana sobre las máscaras (“Las máscaras son expresiones fijas y ecos admirables de sentimientos, a un tiempo fieles, discretas y superlativas”), recuerdas aquella escena del film de Wim Wenders El cielo sobre Berlín (1987) donde el ángel Damiel le confiesa a su colega Cassiel todo aquello que le está vedado por su condición angélica, y sin embargo desearía hacer. La enumeración es prolija, humilde y profundamente humana, y concluye así: “Tener fiebre, mancharse los dedos de negro al leer el periódico, entusiasmarse no sólo por cosas espirituales, sino por las comidas, por el contorno de una nuca, por una oreja. Mentir. Como un bellaco”. Mentir de nuevo, mentir a través de su instrumento preferido, la palabra. Si un editor te lo pidiera, ¿te gustaría escribir un epílogo a este ciclo en el que uno de los ejes fuera un elogio de la mentira no maliciosa, la mentira creativa en tanto que ficción desinteresada y motor de nuestras vidas? Te imagino perfectamente feliz ante la pantalla del ordenador o la cuartilla en blanco: “De la mentira considerada como una de las bellas artes”. ¿O no?
-Por supuesto, claro que la mentira creativa, la mentira que quizá podríamos llamar contemplativa (la contemplación ha sido calificada como “atención sin intención”), la mentira que se escoge con total libertad, es hermosa y estimulante. A ese tipo de mentira no solo incruenta, sino altamente placentera, la llamamos desde hace ya varios siglos ficción. Como espectadores o lectores de ficción nos desdoblamos, como Jano, y adoptamos dos máscaras (de esas que decíamos arriba). Mientras una goza y sufre imaginándose en la piel del Ismael de Moby Dick o del Vicent Vega de Pulp Fiction, o de esos maravillosos personajes femeninos de Mankiewicz, la señora Muir o Eva, por ejemplo, la otra mantiene la cabeza fría, sabiendo que todo eso es una imaginación, que no hay cachalotes blancos persiguiéndote y que los fantasmas redimidos por amor no existen, que el asesino no acecha tras la puerta.
La ficción sufre cuando una de esas máscaras le quita el espacio a la otra: podemos valorar la interpretación que hace Candela Peña de Rosario Porto, la madre de Asunta, pero que un plus del disfrute de esa historia consista en saber que la monstruosidad se dio de hecho aquí y ahora, introduce un ingrediente espurio en la salsa ficcional en la que nos cocemos y le cambia el sabor. Hay quien se siente atraído por esas pseudoficciones, como hay quien se siente atraído por las autoficciones. Yo en general no.
Tratándose de ficción, no puedo entender que, para nadie, el hecho de que algo haya sucedido le dé más brillo. Para eso prefiero una biografía, una autobiografía o un documental. Me emocionan los personajes y me interesa la construcción narrativa de Lo imposible y de La sociedad de la nieve, pero precisamente en aquello que no está documentado, que está tramado libremente por los guionistas: la historia del niño que se hace adulto reuniendo a su familia herida y dispersa, la historia del pasajero que narra con el punto de vista de un final feliz al que lamentablemente no asistió. Que todo ello suceda dentro de la historia que nos están contando, y no en la Wikipedia o en la crónica periodística de los sucesos que son su sustrato.
Ya que aludes muy oportunamente a De Quincey, el asesinato es una de las bellas artes en la ficción, no en la realidad, y parece que uno incurre en inhumanidad si alaba como obras de arte ficciones inspiradas en casos reales (el true crime), porque se nutren de un sustrato que es moralmente abominable. Por eso prefiero evitar esas adherencias: me atrae más la ambigüedad (nada periodística) de Anatomía de una caída (o mejor, de Anatomía de un asesinato) que la de El caso Asunta o A sangre fría.
Muchas gracias, Juan, por plantear preguntas tan agudas y poner los dedos en las llagas. Sobre los límites entre verdad, mentira y ficción ya nos sembraste tú la curiosidad hace muchos años, cuando nos hablabas de Josep Torres Campalans, de Max Aub, del que es heredero, por otros medios de expresión, Joan Fontcuberta. En cierto modo, lo contrario de las ficciones gallináceas demasiado apegadas a la crónica son las que inventan un personaje y amueblan su inventado mundo de manera tan verosímil e intrigante que algunos lo buscan en la realidad. Esa ingenuidad de la que salimos es la experiencia más primigenia de la ficción, el chasco y al tiempo la iluminación de quien cruza el umbral por vez primera.
Se pueden leer todos los artículos de JUAN GARGALLO en LA MARINA PLAZA en el apartado especial que se le dedica en la sección Opinión.